¿Cuántas veces se cumple una norma por convicción y cuántas únicamente por temor a la sanción?
La pregunta surge en una madrugada cualquiera, al detenerse frente a un semáforo en rojo. No hay coches, ni peatones, ni cámaras. Podría cruzarse sin inconveniente alguno, y, sin embargo, se espera. ¿Por qué? ¿Por miedo a una multa, a provocar un accidente, o porque se considera que es lo correcto?
El cálculo del Cumplimiento
En la vida cotidiana y también en el ámbito empresarial, el cumplimiento suele responder a un cálculo. Se declaran impuestos porque “Hacienda puede detectarlo”. Una compañía acata una normativa porque “puede resultar costoso no hacerlo”.
Esa estrategia de cumplimiento es frágil: basta con que el beneficio del incumplimiento supere la posible sanción para que la balanza se incline hacia el lado equivocado. Se observa en empresas que ocultan ingresos, que eluden conflictos de interés o que consideran la posibilidad de sobornos bajo la premisa de que “nadie lo descubrirá”. Cumplir por un cálculo de coste y beneficio convierte la ética en una hoja de Excel: todo se mide, se calcula y, en consecuencia, todo puede desviarse.
El blindaje de la ética
Desde una perspectiva ética, la virtud no radica en cumplir por temor a la sanción, sino en hacerlo por la convicción de que obrar correctamente es lo mejor. Aristóteles describía la virtud como un hábito: “obrar bien hasta que forme parte de la identidad”. En ese punto, el cumplimiento deja de ser el resultado de un cálculo de costo y beneficio para convertirse en la consecuencia natural de un modo de vida.
En tales casos, no importa si la sanción es mínima o inexistente; la brújula interna pesa más que cualquier otro incentivo y orienta hacia la decisión correcta. Esa es la diferencia entre el cálculo y la convicción.
De lo personal a lo corporativo
En el ámbito empresarial, esta distinción marca la frontera entre una cultura sólida y un castillo de naipes. Una organización que cumple por temor a las sanciones o a las “multas millonarias” estará siempre calculando costos y beneficios. En cambio, aquella que protege la integridad de sus operaciones cumple como una consecuencia natural de actuar con coherencia y principios.
Por ejemplo, si el único freno ante una situación de conflicto de intereses es la posible sanción, bastará con que el beneficio parezca superar el riesgo para que la norma se incumpla. Sin embargo, cuando la integridad forma parte de la cultura corporativa, el incumplimiento ni siquiera se contempla como opción.
La ética como estrategia
Algunos directivos consideran que hablar de valores es un lujo frente a las exigencias del día a día. La realidad demuestra lo contrario. Las empresas que integran la ética en su ADN construyen relaciones de confianza, y la confianza se convierte en un activo estratégico. Clientes, empleados e inversores distinguen con claridad entre un cumplimiento impuesto y una integridad auténtica.
Existen organizaciones que logran superar crisis precisamente porque no dependen de cálculos circunstanciales. Su fortaleza no radica en los controles, sino en los principios que las orientan. Y esa solidez no surge de manera improvisada: se cultiva.
Sembrar valores, no solo sanciones
Aquel semáforo en rojo, en medio de una calle vacía, recuerda que el verdadero sentido del cumplimiento no reside en quién vigila, sino en aquello en lo que se cree. Cuando el cumplimiento se basa únicamente en el temor a una sanción, basta con que ese temor desaparezca para que surja la posibilidad de incumplir. En cambio, cuando se cumple por convicción, el cumplimiento se vuelve inquebrantable.
El desafío del liderazgo no consiste solo en diseñar sistemas de control, sino en sembrar valores dentro de la organización. La sanción puede disuadir, pero solo la ética transforma. Cuando la integridad pasa a formar parte de la identidad de una empresa, ya no es necesario calcular: se actúa conforme a lo que se es.


